. . . Alma mía. Déjame ser en ti. Mira a través de mis ojos. Contempla las cosas que has creado. Mira... cómo brillan...




興福寺 Kōfuku-ji

 

 

Aquí, sin más. Kōfuku-ji. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué me trajo a este lugar? ¿Qué es Kōfuku-ji? Más allá de lo que cuenta su página web, de sus cuatrocientos años de historia, de su patrimonio artístico y cultural, ¿qué es Kōfuku-ji?

Es una escalera de piedra, desgastada, con musgo y verdín, que lleva a mi casa. Mi casa… Qué extraño decir “mi casa” a quince mil kilómetros de mi casa. Qué extraño vivir en una obra de arte. Qué extraño el viento que suena a viento, tan sólo a eso. ¿De dónde vendrá este viento tan vacío de todo?

 

      El viento sopla donde quiere, oyes su sonido, más ni sabes de dónde viene ni a dónde va; así es todo aquel que nació del espíritu.

 

Kōfuku-ji es el bambú que veo por mi ventana y el viento que lo mueve. Es la lluvia y su sonido. Y un gato atigrado que se pasea de vez en cuando por aquí. Es el mukuge que pierde sus hojas y las flores amarillas de nombre desconocido que mantienen su color. Tantas flores y tantos nombres que desconozco…

Este lugar es lo que no conozco.

Mi Kōfuku-ji es un asombro. Un destello. Es un silencio.

Es curioso. Cómo el silencio también pierde su brillo. Y uno acaba guardando los relojes porque hacen “demasiado ruido”. Y porque el tiempo… el tiempo…

¿Cuánto tiempo se necesita para contemplar la lluvia? O para escuchar el sonido del viento entre el bambú. ¿Cuánto tiempo aguardará la araña sobre su seda, suspendida del cielo? ¿O cuánto tiempo necesita una gota de agua para desprenderse de la hoja que la sostiene tras la lluvia? ¿Cuánto tiempo para contemplar la nada? ¿Cuánto tiempo para nombrarla?

Un día, tras  una noche de lluvia, la araña que vivía en mi ventana desapareció. Pasé tanto tiempo mirándola, allí, sin hacer nada, ella y yo, que llegué a creer que siempre estaría allí. Siempre… Cómo me traiciona siempre ese “siempre”. Qué fácilmente adjudico un “siempre” a las cosas que mi corazón sabe que no duran...

Justo tras esa seda que se llevó la lluvia puedo ver la casa de Ukon-san. Es una casa, sólo una casa. Era su taller. A veces mojada por la lluvia va cambiando de color. Y yo la miro. La miro en silencio desde mi casa sin relojes.

Kōfuku-ji… Qué manera de ser yo mismo sin mí. Sumergido en este silencio de siglos he caminado a lo largo de mi vida una y otra vez. Y el viento, afuera, sin saber a dónde va, de dónde viene.

 

Caminando en silencio. Oyendo el brillo de cada cosa. De cada acontecimiento. El sordo chasquido de la calabaza que parto con el cuchillo. Esa que me regaló el prior. Tan gorda, tan llena de sí. El tenue sonido del shamisen que alguien tañe en una casa vecina. Tan tenue que se entremezcla con el sonido del viento. Entre el bambú. Oigo el sonido del agua que gotea en alguna parte, de la madera que cruje de pronto, de la sirena de un barco, del aleteo de un pájaro, de mis propios pasos, de un papel que roza otro papel… y cuando todo, todo calla, oigo el sonido de mi propio corazón. Mi corazón de niño rozando con algo… algo que no sé lo que es, que es nada, sólo brillo…

Shōnen no kokoro… corazón de niño… como a veces me llaman por aquí. Es gracioso. Basta olvidar para encontrar. Sin nombres. Sin darme cuenta he olvidado recordar los nombres de las cosas. Contemplar las cosas por primera vez siempre es asombroso. Estrenar los ojos en cada mirada, renovar la piel con todo lo que tocas. Este mundo nuevo hace nuevo mi corazón. Olvidarse, olvidarse… Soltar las manos, sin miedo, y dejarse llevar.

Me gustan los pajarillos que no tienen nombre y vienen a revolotear frente a mi ventana. Me gusta su alboroto y su pequeñez. Me gusta que un gato viejo y rechoncho se tumbe sobre el tejado de la casa de Ukon-san en los días soleados de invierno. Me gusta su tranquilidad y su elegancia. Me gusta mirar cada noche que llueve si el gran sapo ha salido una vez más a sentarse bajo la luz del farol. Me gusta su piel brillante bajo la lluvia y sus ojos muy abiertos. Me gusta ver que algunas arañas aún aguantan pase al frío. Me gusta no ver sus telas porque parece que flotan en el aire y me gustan porque se parecen a la pequeña Tecla, con sus colores brillantes, amarillo, negro, blanco… la pequeña Tecla, tan delgada ella, que se fue con la lluvia…

Cómo me gusta estar. Cómo me gusta ser.

 

Kōfuku-ji es un alcanforero, enorme, que extiende sus ramas sobre las tumbas que ascienden por la ladera de la montaña. Es ceniza. Es olor a incienso y a tierra mojada por la lluvia. Es el brillo de las hojas de ginkgo, tan amarillas, que arrastra el viento. Y el color rojo de sus templos de madera. Vigas combadas por la bomba que no pudo derribarlo. Tejas grises que apuntan al cielo, tan vacío. Tan vacío…

La lluvia que comienza de pronto a caer en plena noche. El grito de un milano que sobrevuela el río. Los papelitos con omikuji anudados a las ramas, para que la propia naturaleza transmute el porvenir. El caparazón de un imago de cigarra que una noche quedó prendido entre el bambú, y hoy, no sé por qué, cayó al suelo, junto a mi casa.

Es una flor que compré hace tiempo y se marchita en un jarroncito, sola, en el alfeizar de mi ventana. Es el sabor del té y la nostalgia de la primavera. Una mañana sin sol y el sol de la tarde entrando hasta el fondo de mi corazón.

Este lugar que es lo que no conozco... Lo que conocía y había olvidado. Este lugar que es lo que sé desde siempre.

Kōfuku-ji… es quizá sobre todo un estado del alma. De ese alma que es mi alma y todas las almas. Que va donde quiere. Que oigo tan claramente.

¿A dónde vas? ¿De dónde vienes? ¿Dónde naciste Tú, de lo que todo nace?

 

 

 

 

 

todo el día en silencio,

sólo el viento en el bambú

sólo el viento….

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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