. . . Alma mía. Déjame ser en ti. Mira a través de mis ojos. Contempla las cosas que has creado. Mira... cómo brillan...




晧臺寺 Kotaiji I

 

A solas con el misterio. Tocando el corazón de las cosas…

Es curioso, cuando empecé a escribir en mi primer blog lo hice también sobre un sesshin. Varias veces lo haría en lo sucesivo. Como si sólo desde el silencio, desde el más profundo de los silencios, fuese capaz de atreverme a decir algo.

Entonces mu. Ahora sólo un destello.

Primavera, invierno… Decir las cosas sin nombrarlas. Sentirme a mí mismo, sin mí. Lo más verdadero de mí mismo… ¿estás ahora, aquí? ¿te veré al alba? Alma mía…

Kotaiji. Kotaiji es un templo soto zen, apenas a trescientos metros de Kofukuji, donde vivo. Kotaiji… Más allá de sus muros de quinientos años, de sus esculturas magníficas y sus jardines, Kotaiji es la gente que lo habita. Su serenidad, su amabilidad. Quizá todo consista sólo en eso. En la serenidad, en la amabilidad con uno mismo y los demás. En la paz. Pero Kotaiji es algo más aún que todo eso. Los muros de Kotaiji existen sólo para guardar el vacío. Un vacío tan profundo, tan claro… Tanto que con el más pequeño destello se llena de luz.

Voy y vengo entre mi templo y Kotaiji. A veces llueve, a veces sale el sol. A veces ni lluvia ni sol, ni despejado ni nublado. Sólo una luz entre el sol y la lluvia. Una luz extraña, sin sombras, una luz ligera que flota sobre los charcos y los estanques, junto al reflejo de las nubes.

Las grandes hojas de mukuge se llenan de lluvia. Amarillean el aire con su resplandor. Sobre el suelo el borde amarillo se vuelve ocre, después negro. Tan lentamente que nadie se da cuenta.

Rohatsu sesshin. Una semana para encontrarme frente a frente con la nada. Sentado en zazen, aquí, sobre el zafu y tocando con mis pies descalzos el tatami, en este lugar de madera antigua y profundo silencio, puedo escuchar ahora el sonido de la lluvia, afuera. Incesante. Mi respiración.

En la calle una mujer mayor lleva entre las manos, bajo el paraguas, hojas de ginkgo, tan amarillas… Lavadas por la lluvia. Cerca de mi casa entre las ramas de un árbol una tela de araña apenas visible. La araña y las gotas de lluvia, junto a ella, parecen flotar en el aire. Me acerco un poco, pero desaparecen. Alzo la mirada, siento una finísima lluvia sobre la piel. Cierro los ojos. Al abrirlos de nuevo la araña y las gotas de lluvia. Detrás el cielo tan blanco.

La lluvia arrecia fuera. Su sonido se entrelaza con el recitado de sutras. Las voces de los monjes se superponen, se relevan sin un plan preestablecido. Van y vienen, suben y bajan como el sonido de la lluvia que lo llena todo. Leyendo el furigana como puedo una fuerza sutil me sostiene envuelto en la tormenta y mi voz es una más que va y viene, y sube y baja, y vive en este lugar. A veces me quedo sin aliento. Callo para coger aire. Las demás voces, una sola voz, continúa incesante. Un monje joven pierde el hilo, mira a su compañero de reojo. Sentado en zazen sonrío mientras el agua continúa recitando sutras.

Suenan unos truenos larguísimos. Su eco parece rodar y rebotar por los valles de toda Nagasaki. El sonido de la lluvia que cae pesadamente, el maullido de un gato, llegan entrelazados hasta el dojo. Los relámpagos se adivinan en el cambio de intensidad de la luz aquí dentro. Al final del zazen los restos de las barritas de incienso, ofrenda a Buda, se retiran y se echan a un recipiente con agua. Apenas un roce entre el fuego y el agua. Un pequeñísimo sonido. Una brizna de humo. Afuera la tormenta continúa.

En la noche oigo el ruido del río Nakajima al cruzar un puente. Tras la tormenta sus aguas bajan crecidas y revueltas. No veo las carpas pero sé que están ahí. En alguna parte. Las aceras están cubiertas del amarillo de los ginkgos. De la catenaria del tranvía saltan chispas que brillan en el aire húmedo de la noche. Caminar sobre la brillantez de la calle, de todas las cosas, da miedo. Es tan sencillo todo. Es tan simple absolutamente todo…

¿Junto a mi casa estará el sapo? Hace unas semanas, cuando también llovió y llovió todo el día, él estaba allí, plantado mirando con ojos fijos la noche. Me acerco despacio. Con miedo de hacerle daño si no lo veo. Hay poca luz aquí junto al templo... ¡Sí! ¡Ahí está! Es enorme… Reluce bajo la mortecina luz de una farola. Está justo donde el otro día. Junto al muro. Quizá lleve viviendo aquí años. Ahí sentado, mirando fijamente hacia la casa de Ukon san. ¿Qué piensas vecino? ¿Tú también estás de rohatsu sesshin? Te sientas muy bien, ¿lo sabías? Contemplo un rato el brillo de la lluvia sobre su cuerpo silencioso. No se mueve lo más mínimo. Saludo en gassho y sigo mi camino.

 

tras la tormenta

qué difícil no pisar

hojas de ginkgo

 

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