. . . Alma mía. Déjame ser en ti. Mira a través de mis ojos. Contempla las cosas que has creado. Mira... cómo brillan...




雲がちぎれるとき kumogachigirerutoki

 

 

“Último día. La lluvia afuera me llena de una melancolía infinita. Rebosa en mí como la propia lluvia. Hoy, último día de tantas cosas, lo presiento.

Organizo la maleta. Papeles, regalos, postales… De nuevo astillas del próximo naufragio.

Suena música de Shumann. Pienso.

¿Qué hace que algo imperfecto sea excelso?”

 

Así terminan mis notas del viaje de hace unos meses. Mi aventura por California, Arizona, Washington, México… la ruta 101, la mítica 66… Astillas, briznas, lluvia sin lluvia que rebosa aquí, ahora.

No sé por qué esta tarde releí esas notas, no sé o quizá sí sepa. La lluvia de verano suena hoy como lluvia de primavera. De primavera temprana en el sur de California.

Miro las nubes, las nubes recorriendo el mundo, y por un momento se desliza sobre mí el esplendor de aquellos días.

 

Primero se borran los detalles. Los detalles. Aquellos detalles que propuse no olvidar nunca. Aquellos detalles se han ido disipando en mi mente, como las nubes blancas en el cielo azul. Pero algo persiste en mi mente, algo difuso e imperfecto, algo sin nombre. Quizá el  olor de la lluvia, ese olor… En mi mente, vacía y azul…

 

 

aquí, sin más,

la sombra del avión

sobre la nubes

 

 

En la tiniebla del avión toco la persiana de la ventanilla. Quema. Imagino la luz intensa del sol iluminando el otro lado de la ventana, en un día infinito al que no alcanza jamás el atardecer. Subo un poco la persiana. Una luz refulgente me ciega por un momento.

En el cielo también hay mares.

Contemplo las olas blancas nubes llenando una extensión que se pierde en el horizonte. Las olas de un mar que parece no moverse. El avión pierde altura y las nubes se convierten en montañas, castillos, enormes formaciones brillantes que pasan junto a mí. Entorno los ojos y mis dedos tocan el cristal. Pareciera bastar con alargar la mano para tocar el blanco absoluto, la lluvia.

En un momento pasamos del sol a las nubes y de las nubes a la tierra. El día soleado, el día nublado, el día lluvioso.  En el aeropuerto de Atlanta miro las nubes. Aquí, sin más…

 

 

¿A dónde iré sin ti? Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aún allí me guiará tu mano.

 

 

 

¿De dónde nace el silencio perfecto que me rodea? Las secuoyas gigantes de Kings Canyon parecen contemplar mi insignificancia y guardar silencio. Camino unos pasos sobre la nieve, patino, me deslizo un poco. A veces un pájaro carpintero golpea en algún lugar del bosque. Mis pasos, su eco, su golpeteo, su eco. Camino y suena, me detengo y el silencio. Un silencio que me desgarra como un grito. Su eco en mi corazón, su eco que resbala desde las hojas escurriendo por el tronco rojo y atraviesa la nieve hasta las raíces de mi corazón.

 

Espero. Grabo con mi cámara. ¿Qué? ¿el pájaro carpintero? ¿los troncos rojizos e inmensos? ¿las hojas verdes y oscuras? ¿el silencio?

Miro arriba, una y otra vez. Arriba y más arriba, hasta que las hojas verdes se hacen cielo, en un lugar más allá de mis ojos. Rodeo los troncos. Decenas de huellas, mis huellas, alrededor de un solo tronco. Inmenso. Esta catedral gigantesca… esta oración de siglos… ¿a qué dioses invocará?

 

Casi todos los árboles tienen las marcas de los rayos. Cuántos rayos a lo largo de siglos habrán caído aquí.

Imagino esa luz deslumbrando una y otra vez la profundidad del bosque. Esa luz. Miro el tranquilo atardecer que se esparce sobre la nieve. Inspiro profundamente el aire que huele a conífera. Un retazo de su aliento penetra mis pulmones diminutos. Sólo un instante.

Aquí, pareciera por un momento que camino entre la eternidad. Pero sólo es un espejismo. Las secuoyas gigantescas y las montañas son tan efímeras como la nieve, como mis ojos, asombrados ante ellas.

 

 

Alégrense los cielos y goce la tierra, brame el mar y su plenitud. Regocíjese el campo y todo lo que en él está; entonces todos los árboles del bosque rebosarán de contento, delante de quien vino, porque vino a juzgar la tierra.

 

 

 

Mi cumpleaños. Contemplo el Gran Cañón del Colorado y pensar en años me parece ridículo. Esta inmensidad hecha de roca y tiempo se abre ante mí como un cielo vacío. Las nubes grises vienen y van y los colores cambian entre rojos, ocres, blancos, marrones… Y la nieve bordea los desfiladeros y cubre los árboles retorcidos. Me asomo y mi mirada se despeña millones de años hasta el fondo de un río que se intuye porque apenas se ve. Mi corazón sobrecogido sobrevuela esta inmensidad de nada junto al vuelo de los cuervos.

 

Contemplo hipnotizado el pasado. Sé que algo de mí ya estaba aquí cuando el río Colorado serpenteaba por lo que ahora es el borde del desfiladero. Siento tan claramente como la nieve que toco que yo estaba aquí cuando cayó la primera gota de la  primera lluvia. Cuando la primera piedra se desprendió con el estrépito del silencio, del lugar donde nadie oye porque no hay oídos, y cayó al fondo del río. Recorrí este cielo con la primera ráfaga de viento y toqué las primeras hojas del primer árbol.

Cuando las cosas nacieron y aún no tenían nombre yo ya estaba aquí.

 

Una brisa gélida araña mi cara y arrastra mi nombre. Contemplo. Escucho. Estoy aquí. Y sé que no olvidaré este momento que ya no es. 

 

Un ruido entre las ramas me hace girar la cabeza y veo un ciervo que camina parsimonioso sobre la nieve. Sus delgadas patas se hunden en esa blancura que ahora brilla al sol. Se detiene, me mira con una pata delantera flexionada en el aire. Acostumbrados a la gente mantiene la mirada de sus ojos oscuros y brillantes.

¿Te mantendrás tú en mi recuerdo? ¿Tú y este instante?

Quiero creer. Quiero un “siempre”

 

Pero… pero sé que ni siquiera el Gran Cañón ya, en este momento en que le doy la espalda, el Gran Cañón que acabo de contemplar convertido en puro asombro, es ya el mismo.

Vuelvo a acercarme al desfiladero y oigo a mi espalda un rumor de ramas que se desvanece sobre la nieve.

 

Porque mil años delante de tus ojos son como el día de ayer, que pasó. Como la hierba que crece en la mañana. Que crece y florece. Y a la tarde es cortada y se seca. Como un torrente de agua. Como un sueño.

 

 

 

El avión. En medio de una noche inmensa que parece envolver el mundo entero los rayos de una tormenta lejana centellean aquí y allá, sin parar, entre las nubes. Es la primera vez que veo una tormenta desde arriba. El cielo se aclara y las luces de las ciudades son como galaxias geométricas extendidas allí abajo. Las luces palpitan como ascuas de una hoguera gigantesca.

 

Amanece. El avión pierde altura y se balancea suavemente, y la luz que entra por mi ventanilla recorre el interior de la cabina de pasaje. El asiento, el pasillo, el techo…

Y después las nubes. Las imperfectas nubes rebosando este mundo.

 

 

nubes de verano,

se deshace el cielo

al atardecer

 

 

 

nubes

光の一筋 hikari no hitosuji

 

 

 

Recuerdo San Juan de Ortega apareciendo diminuto al pie de las colinas. El camino serpenteando suavemente, dejándose caer hasta los pocos tejados rojizos que aparecen aún lejanos entre los árboles.

Recuerdo caminar junto a Masuhiro por el altiplano de los Montes de Oca, rodeados de pinos, contemplar nuestras sombras precediendo nuestros pasos, y reír. Dos peregrinos, dos caminares que se acompasan.

 

No hace un año de aquello y ya parece que sólo lo soñé.

 

A veces el mundo parece girar más deprisa y son meses los años y los recuerdos lluvia entre la hierba. No se sabe muy bien por qué, de pronto, es ahora y no era antes, esa nube se hace agua y el agua lluvia. Esa nube que ni siquiera nos avisó de su presencia.

 

 

Recuerdo nuestra charla que iba y venía como el viento de junio entre los pinos. El camino era cómodo y caminábamos animadamente, sin sentir apenas el peso de las mochilas sobre la espalda, de los kilómetros en los pies. Charlábamos de literatura japonesa, lo recuerdo bien, porque los grillos y las chicharras no dejaban de cantar entre la hierba. Algunos, los más cercanos al camino interrumpían su canto al sentir nuestros pasos y luego volvían a reanudarlo. Y su canto y nuestros pasos se iban alejando… Lo recuerdo bien porque las alondras trinaban en el aire, remontando el vuelo y dejándose caer, como el juguete de un niño. Y recuerdo que me gustó su nombre en japonés: “hibari”.

 

 

A veces, lejos de allí, lejos de entonces, cuando oigo el canto de los grillos y las chicharras entre la hierba me acerco sigiloso, como un gato que caza, como un niño que juega, hasta que su canto cesa y yo detengo mis pasos. Y me mantengo así, inmóvil, como de muestra, hasta que su canto retorna y yo me voy, alejando mi sonrisa de su canto.

 

 

Recuerdo las hierbas altas que crecían a lo largo del camino, tan similares a la “susuki”, la hierba flotante de tantos poemas clásicos japoneses. Ah… cómo recuerdo aquellas hierbas blanquecinas y altas que el viento movía produciendo olas cambiantes de color, de brillo. El viento entre mi pelo, refrescando mi piel, deslizándose entre mis manos abiertas. Y recuerdo nuestro silencio repentino, cuando avistamos por fin los tejados de San Juan de Ortega, allá abajo, entre los árboles, más allá de los campos de cereal. Nuestro silencio.

 

 

 

canta una alondra,

la sombra de las nubes

sobre el Camino

 

 

 

Frente al albergue, tumbado sobre la hierba, descanso. Al lado está la iglesia del famoso “milagro de la luz” en el capitel de la anunciación. El agua de la fuente, la sombra de los árboles, la brisa suave que sisea entre las hojas…

 

Y de pronto una música, apenas brisa entre la brisa al principio, pero sí, música de órgano... Viene de la iglesia. Me acerco despacio, la puerta está abierta, entro, el frescor de una luz tenue me envuelve al instante. Un viejecito encorvado sobre el teclado parece improvisar. Parece que no se ha dado cuenta de mi presencia. Estoy ahí de pie, sólo, apenas visible tras una columna, no quiero interrumpirle. Y entonces comienza a interpretar a J. S. Bach, la cantata “Jesús, alegría de los hombres”. Me siento despacio sobre un banco. Las notas ascienden en volutas hasta la bóveda de piedra y de allí vuelven a caer en guirnaldas de hojas hasta las losas del suelo, cierro los ojos y las notas ascienden y descienden una y otra vez como el vuelo de una alondra invisible que juguetea sobre el coro y se enrosca en los capiteles, en los fustes de las columnas, entre mis dedos que asen aire translúcido. Como llamados asisten los trinos de los pájaros que llegan desde afuera y esa música que ya no es música ni trino ilumina los arcos y el aire, y devuelve a la vida a las piedras. Se expande, se mueve, palpita…

 

Cuando la música termina todavía siento dentro de mí una emoción tan intensa que casi no puedo respirar…

 

 

 

 

 

 

Fuera, de nuevo tumbado sobre la hierba, mis dedos se mueven por encima de mi cara jugueteando con el sol, intentando asir algo que no se puede asir, dirigiendo una música que no se puede escuchar. Pienso en escribir algo, un haiku, aunque sé que no lograré escribirlo nunca. Recuerdo a Basho y su “Matsushima ah, ah… Matsushima...” Sigo entrelazando mis dedos con los rayos de sol…

 

Las campanas llaman a misa. Dos mujerucas del pueblo, tres peregrinos extranjeros entran a la iglesia. Entro de nuevo. El cura resulta ser el organista que escuché hace un rato. Ahora, viejecito y de pie, parece aún más frágil. Le falla la vista y las lecturas resultan ser casi ininteligibles. Se acerca la Biblia a la vista, se la vuelve a alejar, pero nada, no puede leer salvo frases entrecortadas.

 

Los trinos de los pájaros entraban de nuevo en la iglesia, limpios, luminosos... y mi corazón… mi triste corazón….

 

 

En el albergue, el párroco ofrecía una sopa de ajo para los pocos peregrinos que allí estábamos. El buen hombre insistía en que repitiéramos. Se escucharon retazos de la receta en varias lenguas… Después ayudé a recoger la mesa, a guardar los platos, las cazuelas. Quería acercarme a él para charlar un poco. José María me dijo que se llamaba. Le estreché la mano, cálida, delgada, y le felicité por su música. “Música no, sólo hago ruido”. No es ruido, no es ruido… le dije yo. Él bajó sus ojos de niño tímido y sonrió.

 

 

 

Esta mañana, de pronto, escuchando la radio, me enteré de la muerte hace unos días de José María, el párroco de San Juan de Ortega. Algo en mí se quedó quieto para siempre. Algo, de nuevo otra vez, que se rompe y se deshace sin susurrar siquiera…

 

 

Recuerdo aquel atardecer, sí, apenas hace un año, sueño de siglos ya… sí, lo recuerdo porque los vencejos zigzagueaban en el cielo que se hacía noche como queriendo enhebrar la tarde que se iba. Masuhiro y yo charlábamos y charlábamos, sin prisa, queriendo detener también aquel día con nuestras palabras. Yo le explicaba la diferencia entre espadaña y campanario, esto y aquello, y cuando los chillidos de los vencejos casi rozaban nuestras cabezas nos quedábamos quietos y  mudos, y los contemplábamos siguiéndolos con nuestra mirada.

 

Recuerdo aquel atardecer porque la luna y venus brillaban en el cielo sereno con la última luz de la tarde, y entonces me llamó mi padre al móvil, y yo le conté que había conocido a un hombre, también muy mayor, pero que tocaba música maravillosamente, que tenía magia en sus manos y tenía luz en sus ojos… y que yo… yo…

 

Ah… cómo recuerdo aquella luz de la tarde que se resistía a perderse en la noche y nosotros contemplábamos… y sin embargo algo dentro de mí ya sabía entonces que una nube, en alguna parte, sin avisar, ya se estaba convirtiendo en agua, y el agua en lluvia….

 

 

 

silencio del aire…

en el frío de la piedra

un rayo de luz

 

 

 

 

sj orteg

 

 

 

 

letters from the new world III

 

 

México lindo

 

Que hay de nuevo pequeñuelos. Bueno, pues ahora mismito estoy en Washington DC, en un hotel así como decadente con sus pasillos enmoquetados, sus luces tenues... supongo que su fantasma.... (esta noche estuve oído avizor pero de fantasma nada, aparte de unas cuantas voces de tipos casi desencarnados y algún que otro bocinazo)

Ahora aquí, tumbadarro en la cama, escuchando música de Nirvana que amablemente me ha endosado mi vecino de la habitación de al lado, con el ventilador típico en el techo (bastante incongruente porque hace un frío de muerte ahí fuera) y con tres horas mas que en San Diego, qué se puede hacer mejor que escribir e-mails a los amiguitos allende los mares.

Bueno pues esta mañana he deambulado por la capital del imperio bajo la lluvia, con un frío lapón, comprobando cosas interesantes, a saber:

Sí, el obelisco ése gigante en el que se estrellan todos los platillos volantes de las pelis aún sigue en pie, gracias a dios; sí, el pedazo estanque por el que patalea el amigo Forrest Gump es así de grande os lo aseguro y ¡oh!, no hay multitudes allí congregadas cantando country o tarareando a Bob Dylan (sería por el frio); y sí, ¡oh sí!, Lincoln tiene cara de Lincoln y no de mono malhumorado (esos pinches de simios no pudieron con nosotros al fin y al cabo jeje)


Ummm, hablando de pinches... lo de México. Vale.

Pues sí amiguitos. Fe, mucha fe. Después de deambular por montañas y desiertos, de ver cosas sorprendentes y misterios muy misteriosos uno se piensa a salvo de tribulaciones y sobresaltos. ¡Pues no! Basta pasar la frontera mexicana y ¡zas!, bienvenidos al caos.
Pasamos a Tijuana (aquí me apuesto una birra a que alguno a leído Tijuana en plan pseudomexicano: Tijuaana)

Bueno, primera parada Rosarito a coger un mapa y orientarse un poco. Lo primero que sorprende es el abigarrado contraste de todo aquello. Gente por la calle (y digo calle, no acera) vendiendo de todo, desde tacos a souvenirs, ropa, trastos ininteligibles... yo qué sé. Todas las  tiendas, tascas y restaurantes están directamente abiertos a la calle (y vuelvo a decir calle y no acera) porque esa es otra, aquí amigos no hay aceras. La carretera atraviesa una localidad y desde el borde del asfalto a las susodichas tascas y demás sólo hay un espacio polvoriento en el que vas dando botes mientras buscas aparcamiento. La carretera será todo el asfalto que vais a encontrar en todo el pueblo.

Para comprar un carrete de fotos nos mandan a la farmacia, así pa despistar. Empezamos bien. Te pones en la carretera y compruebas estupefacto que aquí la peña adelanta dónde y cuándo le brota (luego aumenta la estupefacción cuando ves que es que no hay líneas discontinuas, ni en curvas ni en rectas ni en tangentes, nada, ni una, así que al final adelantas sobre la línea y cuando puedas)  Es curioso, las pocas zonas que vimos para adelantar estaban justo al final de rectas inmensas, justo sobre las curvas, también para despistar supongo.

Bueno, los coches es otra historia. A veces teníamos miedo que el coche precedente se fuera desarmando como una especie de mecano mal ensamblado o que explotara de pronto, por la ruidera que metía (una mezcla entre cortacésped y castañuelas desmelenadas) Algunos no llevaban matrícula, otros los retrovisores mirando al cielo, o a la carretera (sería para comprobar el estado del tiempo, o del firme, quién sabe) Y lo de las luces… je, qué tíos. Como en el chiste: primero una moto por la izquierda, luego una por la derecha..... en fin, que aquí todos llevan al menos (recalquemos lo de al menos) un faro fundido.

Bueno, al final uno se acostumbra. Sí, incluso en el caos uno encuentra cierto sentido. En un lugarejo llamado Puerto Nuevo paramos a comer langosta, que por aquí está muy bien de precio. La gente majísima eso sí. Eso también es una constante por aquí. Hasta nos cantaron con guitarrones y todo eso.

El hotelillo lo teníamos en un lugar llamado Guerrero Negro, en la Baja California Sur, donde dios pego las tres voces, no, un poco más allá.

 

Contemplar las ballenas fue una experiencia alucinante. Allí, al alcance de la mano, jugando con la lancha ese pedazo de animal en el que no obstante uno se reconoce, en su curiosidad, que es la nuestra, en sus ganas de jugar. Fue increíble, ya os digo. Solo por esa mañana que pasamos por allí, mecidos por las ballenas como sargazos a la deriva, mereció la pena todo el viajecito.

A la mañana siguiente vuelta para atrás. Todo bien planeadito, tempranito..... ay… que el diablo la lía cuando no tiene nada que hacer...

Al pasar de la Baja California Sur hay una frontera, de hecho se cambia hasta de hora, y claro, un puesto fronterizo. EL truco está en parar lo justo para no dar tiempo a que salga el guarda de la caseta. Pero el pinche coche se nos detuvo más de la cuenta, ¡cuate! Total. Nos triscaron. Esto se traduce en pagar algo, seguro. Así fue. Que si sello que si tramites que si leches con guacamole. Más de 20 dólares por barba (por ser extranjeros, de USA y España encima) A volver al pueblo para ingresarlo en el banco.

Nuestra querida Lily dio la vuelta y en el pueblo se dirigió directamente a la gasolinera. Ante nuestra sorpresa (poca, después de lo del carrete en la farmacia quién sabe si esta gente saca pasta en las gasolineras) nos dijo que de pagar nothing. Sacamos el mapa y buscamos un rodeo para esquivar el dichoso puesto fronterizo. Una carreterita por mitad del desierto, sí así, como en las pelis. Tira para allá. La carreterita se convirtió pronto en camino, el camino en caminajo y el caminajo en carrera de obstáculos esquivando cráteres y cactus. El sol, de justicia, del desierto claro (ése sí era lógico el jodío) y la primera curva después de tropecientas millas.

El pinche mapa nos falló, como alguno de vosotros ya estaréis suponiendo, así que cuando llegamos a unas casuchas allí en mitad de ninguna parte (nunca esa frase hecha ha venido tan al hilo) no tuvimos más remedio que buscar un paisano y preguntar donde rayos estábamos. Un tipo rechoncho y sudoroso se nos quedo mirando como si fuéramos una aparición (aquí en cada curva hay una  historia de fantasmas o del propio diablo) y nos soltó: “ésta la llevan ponchada” (a mi aquello me sonó extraño pero aún no alarmante) Y a continuación:  “y ésta también está ponchada” (eso ya.... y su insistencia en dar pataditas a las ruedas....) Bajamos del coche y sí, en efecto, ponchada es sinónimo de pinchada. Y no una sino dos. ¡Qué alegría y qué alboroto! Ah, y el pueblo se llamaba El Arco (vamos que si pillamos al hi.. pu... del arquero que nos flechó las ruedas lo matamos allí mismo.

Bueno, en estas situaciones uno en principio se queda como extasiado, esto es, sin palabras. Luego a su boca acuden toda clase de improperios inconexos, maldiciones a todos los entes, y demás clásicos.
Y ahora viene la pregunta crucial: y ahora ¿qué co... hacemos?

Bueno, abreviando. Los únicos habitantes de por allí (aparte del paisano e informador ya presentado) eran unos tipos que hacían prospecciones mineras. Gracias Dios mío, Virgen de Guadalupe, Santa Rita, etc.. Se prestaron amablemente a intentar arreglar el pinchazo de al menos una de las ruedas (porque aquí como en todo el mundo mundial los imbéciles descerebrados que se internan en el desierto esquivando guardas de fronteras sólo llevan una rueda de repuesto).
Allí a sacar todos los trastos del coche (os recuerdo, esos supermercados rodantes). Hasta una botella de sangría, “Real Sangria. Imported from Spain” para tomar con hielo,  salió por allí (pocas veces en mi vida he visto un objeto tan desubicado…).

Mi colega fue en una pick up con uno a arreglar lo que se pudiera. Pusimos la de repuesto siguiendo el manual de instrucciones (ni idea teníamos, qué desastre) y la rueda arreglada (con un tapón de goma, sí, un tapón) para que aguantara. La otra no valía ni para valla de circuito de karting del boquete que debía tener.

Bueno, pues vuelta a Guerrero Negro, encima eso. Cada dos por tres mirando las dichosas ruedas a ver si estaban sanas, o simplemente estaban. Ya nos dijeron: “cuidado que ese camino tiene las piedras muy bravas”, así bravas, como si fueran de Miura o Vitorino. Y recordad que nuestro carro es un todoterreno, un SUV que llaman por aquí....  En fin. El destino no quiso darnos mas cornadas y llegamos a Guerrero Negro. Esto ya era a las dos de la tarde. O sea, imaginaos la excursión.

Allí a buscar llantera. Sí, aquí a las cubiertas les llaman llantas, seguimos despistando. No había ruedas de nuestro coche. ¡Dios pero dónde estaba el gafe! ¡Qué día!
Nos decían que aunque fueran más grandes no importaba. ¡Cielos! Pero esta gente ¿qué pretende? ¿Que vayamos suspendidos en el aire como un monster truck? ¿Que saquemos el cortachapas y le demos un retoque a la carrocería?

Bueno, al final encontramos una rueda, una, de segunda mano, sí, de segunda mano, o más manos, en un lugarejo que menos taller parecía cualquier cosa. Más o menos era un montón (montón, ni siquiera pila) de ruedas, una caseta como de obra o heladería portátil y un letrero: “llantería”. Ah, y un tipo derrumbado en una silla de camping.

Bueno, lo demás... qué decir. Tropecientas millas por carreteras sin arcén, casi sin gasolineras (esa es otra), motos por la derecha, motos por la izquierda, vamos, lo normal. En la frontera de US otras dos horas de espera (resulta que había puente en US por ser el día de los presidentes y toda la peña había estado en México poniéndose tibio de langosta y micheladas) Total, llegamos a casa a las 3 y pico de la madrugada. Eso sí, con una rueda menos.

Y sin haber pagado a la pinche guarda de fronteras, ¡que se jo… !


Bueno, como me enrollo amiguitos. En fin, aunque no os lo creáis pese a todo valió la pena. Las ballenas, el desierto y su atardecer, esos colores, aquella bahía en el fin del mundo... en fin. Además estas cosas son de las que luego se cuentan en los bares para que la peña flipe. Esto es sólo un sucinto resumen jeje.


Creo que me voy a ir a dormir ya. Creo que son bastante más de las 9:34 que veo en el ordenata.  Mañana vuelta a San Diego.  Este viaje relámpago a la capital del imperio nos la pagó el amable gobierno federal por una conferencia que tenía que dar Lily por aquí, qué majetes ¿verdad? Después de venir dando botes  por el aire hasta Baltimore, vaya tormenta que había, nos vinieron a recoger al aeropuerto en Cadillac con chofer, asientos de cuero con calefacción, prensa, bebidas y todo, para llevarnos  a Washington y al hotel. La pera.   Después de lo del desierto merecíamos una compensación, jope.


Bueno, pues a ver qué sucede próximamente, que por estos lares nunca se sabe.  A lo mejor hasta me visita el fantasma. Yo ya me creo cualquier cosa.

Chao majetes.

 


 

Washington D.C.

Baja California Sur, Guerrero Negro, México…

letters from the new world II

 

On the road

 

Hola de nuevo amiguitos, vuestro tío Matt el viajero os va a contar otra bonita historia.

Hoy: on the road (osease, en la carretera)

Cuando la señorita Lily (mi anfitriona) me dijo que era recomendable traer el carnet de conducir no podía yo sospechar lo que me esperaba.... hoy, un puñado de jornadas (ni se el día que vivo) y tropecientas millas después puedo asegurar que las carreteras yankis y mexicanas no tienen secretos para mí. Je, Willy Fogg a mi lado es un mero transeúnte.


Bueno, al grano. Lo primero que hay que saber al subirse a un cochaco de éstos es el por qué de sus dimensiones totalmente ilógicas. Entonces aplicamos una sencilla regla de tres: si las neveras talla XXXL son para llenarlas de galones de leche, zumos, etc… el tamaño jumbo de los carros yankis es para abarrotarlos de galones de gasolina (obvio) y de cancarros de café, zumos, burgers, hotdogs, cookies, y todo lo que vuestra hispana imaginación pueda elucubrar. Básicamente la parada en una estación de servicio (rest area) consiste en eso, abandonar el vehículo como si fuera un barco zozobrando y salir pitando a por cubos de poliespan rebosantes de café y demás brebajes, cajas de provisiones, y toda clase de condumio empaquetado.

Luego hay que acomodar todo el tema en el carro. Y ahí la sorpresa se desmadra. La cantidad de huecos y recovecos que tienen estos coches es verdaderamente sorprendente. Están especialmente diseñados para portar toda clase de vasos, botellas, y cajas.


Y bueno, nos ponemos en ruta. En una mano el volante (obvio nuevamente) y en la otra el cancarro de café son su tapa con pitorro  para no perder detalle (igual de obvio para un yanki). Aquí los coches son automáticos así que el truco está, una vez que quitas el freno de mano (que está en el pie izquierdo, incongruencias de por aquí) imaginar que esa pierna, la izquierda, la tienes amputada, vamos que no existe. Darle caña con el pie derecho y frenar lo menos posible para no dar trompicones. Y ¡hala! ya estamos en ruta amiguitos. Para los menos avispados una observación: de lo dicho hasta ahora se deduce que aquí básicamente te sobra una mano y un pie a la hora de conducir. Los reservamos para portar cafés, cookies... (la mano) y llevar el ritmo de la música (el pie).


Vale. Mi bautismo de fuego fue en Los Ángeles. Si, así, con dos co.... (aquí no se pueden decir tacos ya sabéis que son muy puritanos ellos). Lily cansada, el otro colega haciéndose el orejas, yo de Bilbao... es fácil adivinar quién saltó al ruedo…
Conducir por las autopistas de Los Ángeles es fácil, al igual que en la India sólo hay que tener fe. Lo primero que te dicen los de aquí es que en California hay que ir a piñón por el carril izquierdo (eso ya para aco...) y sólo cambias si vas a salir de la freeway (autopista) o te achuchan demasiado.

Verse uno embalado por pistas de ocho carriles plagadas de carros de todas las clases, tamaños y colores.... impresiona sí. Es como ir por la M40 a toda leche, pero aquí los tipos que zigzaguean de carril en carril conducen coches de varias toneladas. Y el tipo que te pasa por la derecha o por la izquierda, aquí da igual, no es un fulano de Móstoles con un ford fiesta sino un tipo al que ni siquiera ves porque conduce un monster truck (literalmente camión monstruoso, el nombre ya lo dice todo, que son esas pick up gigantescas con ruedas enormes y la amortiguación levantada a tope a las que hay que subir con escalerilla).

La mayor parte del personal conduce lo que aquí llaman SUV, que son como todoterrenos enormes pero de carretera, luego están los suburban que son como SUV pero tamaño XL y los mencionados monster truck que estarían ya en la sección de tallas especiales. El nuestro es de los SUV.

Bueno, pues así todo el día. Los Ángeles, Santa Mónica, Santa Bárbara....  hasta San Francisco. Qué ciudad majetes. A-lu-ci-nan-te. Bueno, como el tema de hoy son las carreteras pasaremos por alto las aventuras por la ciudad de las cuestas y los tranvías, y ChinaTown y el Golden Gate (éste sí que tenías que verlo Miguel)


A base de relevos seguimos ruta hacia las montañas, a ver las secuoyas gigantes. Aquí todo esta a tomar por cu... Si preguntas dónde está cualquier lugar la respuesta será unas quinientas millas o más. Eso es mucho, os lo puedo asegurar. Pero bueno, para eso están adaptados los coches, para que sea hogar y refugio de viajeros americanos.

Lo primero que ves al llegar a las montañas (aparte de la nieve, está a más de 3000 m.) es el letrero de cuidado con los osos. Pa empezar bien. De hecho te dan una pegatina que yo interpreté como protección personal. Obviamente aquí los osos, como en todos los lugares que conozco, no saben inglés así que mi cara fue de estupefacción al pensar que eso podría servirme de algo en un posible encontronazo con algún plantígrado pariente de Yogui. luego me enteré de que no, que era una especie de seguro para el coche... Se duerme en cabañas a las que accedimos por pasillos excavados en la nieve de casi dos metros, y antes de salir del coche hay que vaciarlo de toda clase de comestibles que puedan atraer a los osos por la noche. Eso se dice fácil pero en estos supermercados ambulantes la tarea es ingente. Hasta una malla con naranjas apareció por allí (¡cielos!, kilos de naranjas se mete esta gente en la guantera, así como si nada).

Bueno, las secuoyas... que decir.... quizá lo más impresionante sea su silencio de siglos. En ese bosque de gigantes uno se siente mera brizna de viento que pasa. Uno se quedaría allí semanas enteras contemplando y caminando sobre la nieve. Qué lugar madre mía....


Bueno, hay que seguir.  A la vuelta pasamos de nuevo por Los Ángeles, y de nuevo me tocó la china, bueno el carro. Esta vez dando vueltas por Beverly Hills y Sunset Boulevard a la caza de estrellas del celuloide. Y bueno, estrellas nothing, alguno con pinta de estrellado y más de una limusina. Y eso que eran las 10 de la noche o así que es cuando esta gente se supone que sale a los clubs y eso. Esa calle es inmensa de larga y llena de luces pero qué queréis que os diga, no le vi el glamour por ninguna parte.


Y un día más y al Gran Cañón. Pues sí, habéis acertado, 500 millas o 600 o yo qué sé. Conducir por las carreteras de Arizona es como escuchar al amigo Bruce el boss o ver tantas pelis de esas de tipos en descapotables por carreteras de horizontes infinitos, cactus y rectas kilométricas llenas de espejismos. Paramos en un lugarejo a repostar, en el amplio sentido del termino que aquí tiene esa palabra, y de entre todas las historias ingeribles que aparecieron a mi vera le hinqué el diente a una cosa con aspecto de barrita energética, ante su extraño saborcillo y para mi sorpresa comprobé en el envoltorio que era carne de búfalo. ¡Joe! Lo que me faltaba: cancarro de café, carne de búfalo, música country, cactus por la ventanilla y conduciendo con una sola mano (sí majo, y sin darme importancia)... si es que sólo me faltaba el sombrero a lo David Crocket.

Llegando al Gran Cañón recorrimos un rato la mítica ruta 66 en una población llamada Flagstaff. Allí la cosa se empezó a poner malita. De pronto el desierto se había transformado en una altiplanicie nevada con un temporal del quince. Nos perdimos, se hizo de noche y llegamos al Gran Cañón joios de frío. A la mañana siguiente estaba deseando ver el cañón.

¡Qué espectáculo! Por mucho que haya visto u oído no puede uno imaginar lo que allí contemplas. La huella del mundo. Millones de años ante tu mirada. Allí la gente, las personas, desaparecen y se convierten en puro asombro.
Viento y agua y eones de tiempo, y allí estas tú, una leve sombra de nube pasajera clavada ante esa inmensidad incomprensible.
Allí fue mi cumpleaños. He tenido, hace tiempo, cumpleaños muy felices, pero creedme que el de este año lo recordaré toda mi vida. Je, casi da risa hablar de años en un lugar así.


Y bueno, seguimos. Vuelta para acá, vuelta para allá. Pasado Phoenix me  meto de lleno de nuevo en el desierto de Arizona. Si de día avasalla de noche sobrecoge. Hay tipos que pasan allí temporadas muuy largas en sus caravanas y auto-caravanas (bueno, habría que decir bus-caravanas por el tamaño) en verdaderos campamentos provisionales (sí, en plan beduino pero motorizados) Hay un lugar cerca de Yuma en que la diversión consiste en que la peña no deje de hacer el burro por las dunas con toda clase de ingenios mecánicos.

Bueno, no hay problema, será por espacio, ya ves, el desierto, je. El cielo nocturno es gigantesco y limpio como un océano vuelto del revés. La carretera no tiene ni una sola curva en millas y millas así que uno puede contemplar y contemplar en silencio, solo con el ronroneo del motor, que es lo suyo. De vez en cuando algún supermegacamionazo iluminado como un árbol de navidad gigante se cruza contigo.

Si paras un rato el silencio es asombroso y el aire helador. Todo alrededor, hasta donde alcanza la mirada es un vacío inmenso que se toca con el cielo, allá, tan lejos. Cuando venía por allí incluso vi una estrella fugaz, a saber a dónde iba ella.

 
Vaya, me estoy dando cuenta de que me estoy enrollando como un rollito de Chinatown. Bueno amiguitos pues vuestro tito Matt se retira que tiene que digerir el supercafé y las tostadas con crema de cacahuete que le han endosado para desayunar.

Para otro día queda la aventura Mexicana en pos de las ballenas grises. Sí, también cientos y cientos de millas.
Solo os adelanto una cosa: hay aventura, misterio, suspense.... y es que si para conducir por las autopistas de Los Ángeles hay que tener fe, para conducir por México lo que hay que tener es otra cosa, además de fe y encomendarse a todos los santos, cristianos o budistas, tanto da.


Bye bye

 

 

Ruta 101 Costa de California y Sequoia National Park

 

 

Arizona, Grand Canyon…

 

letters from the new world I

 

Desde el Nuevo Mundo

 

Good morning camaradas,


Bueno, pues aquí estamos, después de tropecientas horas de vuelo y perseguir al sol por medio planeta (nunca he visto un mediodía tan largo madre mía) aterrizamos en en San Diego con síndrome de grulla y más cansados que si hubiésemos venido en piragua.

Aquí, por alguna misteriosa razón, me despierto todos los días antes de las 7 de la mañana (debe ser que mis células aún andan por soleares) y con un sol espléndido ya en el cielo me doy una vuelta por aquí. Es una urbanización de esas típicas tópicas de casas con jardín, con sus cochacos gigantes (jo Miguel como ibas a flipar con todo esto, vete ahorrando tío) aparcados en las rampas de los garajes frente a la entrada, su "wellcome" en la puerta y sus parques con lago con patos (y fochas y cormoranes y garcetas y hasta pelícanos) y sí, sigue siendo San Diego, que no es Doñana.

Bueno, los primeros días por aquí han consistido en búsqueda y constatación de tópicos americanos. Te pasas el día diciendo aquello de "anda mira, como en las pelis", "joer, si es igual que en la tele", "juas, esto lo vi yo clavao en los Simpson" y cosas así...

La familia que me acoge amablemente, jeje, es majísima. Los chavales me llaman tío Félix (a estas alturas y me salen sobrinos en California) y algunas mañanas les llevo al cole o los voy a recoger. Hay que ver aquello. Parece la Torre de Babel. Hay niños y madres de todos los sitios del mundo y parte del extranjero y mas allá. Y con sus señales de STOP en los cruces y sus buses amarillos, que majetes :) Son todos muy simpáticos y están deseando charlar con los extranjeros. Aunque un consejo práctico os voy a dar: nunca jamás os ofrezcáis a llevarle la cartera a un colegial de éstos. Yo no sé qué rayos llevan ahí, ¡por dios! ¡si hasta mi mochila de peregrino pesaba menos!

Bueno, ahora mismo estoy en la casa, ya he llevado a los chavales al cole, he dado de comer a los patitos (y las fochas y a las garcetas, etc.) tomando mi cafelillo (lo del diminutivo es por la costumbre porque aquí todo es tamaño XXL; la leche por galones, la nevera en la que podrías montar la tienda de campaña dentro, los coches que hay que subir a algunos con escalerilla....) con la abuela Petra trasteando por ahí (ella es de Sinaloa y no habla  ni papa de inglés) y a la sombra de los cocoteros del jardín (sí, ésto lo digo para daros envidia, tenéis razón)


Bueno, está previsto que esta noche conozcamos a toda la peña de por aquí en un restaurante y el domingo nos vamos de viaje a San Francisco con el coche en plan road movie. Por cierto, vaya lío con los pedales del automático, todo el rato el pie izquierdo se va instintivamente al embrague, que en este caso es el freno, claro, con lo que eso conlleva, imaginaos...

Vale chamaquitos, pues el tío Matt el viajero se despide por el momento. Voy a ver si localizo a los gatitos que pululan por los setos (yo les puse sus nombres así que soy su padrino, mi familia americana ya sabéis....) 

Abrazotes, o apapaches, como dicen por acá :D

 

 

San Diego (Balboa Park, Seaport Village, Coronado… )